Empieza así, con mi mail a Camila Sosa Villada, después de leer su "Carta a una hermana".
"Cuando leo tu Carta a una hermana, cuando la leo yo, que nunca arriesgué mi cuerpo en nada pero que siempre anduve añorando vivir, vivir las vidas que yo veía del otro lado de la ventanilla, cuando era chica y mis viejos me llevaban a Buenos Aires, yo que siempre sufrí de melancolía, que soy una persona anodina con un trabajo normal y dos gatos, cuando leo tu carta y leo que en ese parque vos pensabas "acá está pasando algo realmente humano", entonces, ahora que ya tengo 35 y nunca arriesgué mi cuerpo en nada, se me saltan las lágrimas como a los payasos de los circos, se me saltan las lágrimas y lloro y se me caen los mocos frente a la belleza, ésa, la única en la que creo, que es la ternura dura de esos paisajes realmente humanos, como cuando pensás qué distinto hubiese sido todo si hubieses nacido mujer, o cuando con tu poesía te das cuenta de que nadie más veía la hierba en el pelo de tu amiga, o cuando te das cuenta de que los hombres no entienden nada, que no pueden entender nada, que no te pueden ver. Lloro de melancolía y pienso que tal vez como yo pensaste muchas veces que sería mejor desaparecer de este mundo en el que nadie ve nada. O que la importancia de pelearla y estar vivo es una retórica que no hace que tu día sea más corto. Y con eso no quiero decir que vos o yo seamos unas depresivas que no sabemos qué hacer. Abrazo la violencia, puteo con cada palabra, me agarro a las piñas con la vida y con la humanidad, es sólo que a veces me canso.
No sé si existe el afecto, y si existe, no sé si sirve, e incluso tal vez no lo necesites y pienses qué mierda le pasa a ésta. Sólo quiero decirte que te amé y te amo en cada palabra que escribiste, que me encuentro en esos micromundos de tu poesía terrible, que ojalá persistas, que lo único que importa es la belleza, que ya no puedo oler el pasto recién cortado sin pensar en tus palabras".
Arriesgarse.
Yo nunca arriesgué mi cuerpo en nada.
Mi hermano más chico tuvo asma desde que recuerdo. Azul y en pijama, conectado eternamente a un tubo de oxígeno, sus rulos y sus ojos tan negros que ya parecían rojos, sobrepasaban el límite plástico de la máscara de las nebulizaciones. Mi otro hermano, dos tumores en la columna. Operación. Y otra operación. Y muchas resonancias. Mi abuela después de bañarse pidiéndome que le prenda el corpiño. La espalda curva y un gran lunar en alguna parte. En esos mundos donde el cuerpo era demasiado visible - todes deambulábamos en pelotas por la casa -, asumí, de alguna manera, que mi cuerpo no podía enfermar, que no podía habitar lugares con tijeras ni bisturíes ni máscaras de oxígeno. La única noche que pasé en un hospital fue para acompañar a una amiga de mi vieja que se había hecho algo así como una liposucción. Primera escena de intervención corporal voluntaria.
Y ahí desapareció el cuerpo. Me fui de casa y el cuerpo desapareció. Tanto que nunca tuve pudor ni vergüenza de los vecinos ni de mis compañeras de pensión, depto o casa, ni de nadie. Un cuerpo invisible. Tanto como sólo lo puede invisibilizar la filosofía.
Y ahí aparecieron, con los mostris, otros usos del cuerpo. CuerpoPuerco. Posporno. Perfos. Culos. Pajas colectivas en escenarios. Intervenciones. Ablaciones. Exposiciones. Manos y conchas. Y pocas o ninguna pija. Las pijas no son posporno. Son porno. Pero ninguna cosa en mi cuerpo. Sólo atravesando el espacio frente a mis ojos. Una perfecta filósofa contemplativa.
Un día del segundo cuatrimestre - esa segmentación académica de la temporalidad - un profesor leyó en la luz del cuarto piso en la clase de Estética: "La ciencia manipula las cosas y se rehúsa a habitarlas. Saca de ellas sus modelos internos, y operando con esos índices o variables las transformaciones que su definición le permite, no se confronta sino de tarde en tarde con el mundo actual. Ella es, siempre ha sido, ese pensamiento admirablemente activo, ingenioso, desenvuelto, ese prejuicio de tratar a todo ser como 'objeto en general'".
Y en el siguiente apartado, Merleau-Ponty escribe esto, que también ese profesor leyó, recuerdo que me cegaban el calor y el atardecer. Y que yo siempre me sentaba al lado de la ventana y enfocaba un edificio muy blanco, muy soleado, sobre la calle 7, y pensaba en las vidas que trancurrían ahí con semejante sol: "El pintor "aporta su cuerpo", dice Valéry. Y en efecto, no se ve cómo un Espíritu podría pintar".
Esas palabras me dolieron. Yo nunca podría pintar, nunca podría tocar la guitarra, nunca podría cantar. Porque para eso hay que "aportar el cuerpo". Y yo no tenía uno. Yo nunca había tenido verdaderamente uno, uno que pudiera enfermar o tentarme a arriesgar(me). Yo sólo podía hacer ciencia, o filosofía, que es lo mismo pero con diferentes hegemonías.
Una vez, en el campo, mi pierna se quedó enganchada en un alambre de púas. Tiré y tiré. Mi cuerpo se rompió y esa cicatriz que todavía tengo, fue como un trofeo, una coagulación de realidad. La amé en secreto. Porque claro. Yo no tenía un cuerpo. Pero ese cuerpo existía.
Esa búsqueda de cicatrices y golpes y rodillas con sangre. No me gustaba salir y volver sin raspones. Sin barro. Es como el hombre invisible. Sólo tirándole un baldazo de pintura, un baldazo de barro - un balde - se puede ver su cuerpo invisible. Sangrar vale igual.
Después no sangré más. Mis genitales me asignaron una serie de conductas en las que sangrar por las rodillas y los codos ya no era posible. Sólo se podía sangrar en el acto privado de menstruar. Tu cuerpo se hace visible pero sólo para vos. Sólo en un baño. No cuenta eso como "aportar el cuerpo".
Así que no aporté más el cuerpo. Mis afinidades fueron hacia filósofos que se ovidaban del cuerpo o sostenían que les estorbaba para pensar. Mi primera lectura de Platón hace 18 años fue ese pasaje del Fedón, cuando Sócrates trata de calmar a sus amigos, de explicarles que no le importa morir, que morir está bien, porque lo que muere es el cuerpo:
"- ¿Y que hay respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona [el filósofo] los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados elegantes, y los demás embellecimientos del cuerpo, ¿te parece que los tiene en estima, o que los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de ocuparse de ellos?
- A mí me parece que los desprecia - dijo - por lo menos el que es de verdad filósofo.
- Por lo tanto [los "por lo tanto" de Sócrates] ¿no te parece que, por entero, la ocupación de tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está apartado de éste? [...] ¿Es que no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de la vinculación con el cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?"
Eso quería yo que alguien me dijera, que alguien aprobara mi desinterés por el cuerpo, por la ropa, por el pelo. Y Sócrates lo aprobaba.
Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche [yo no, yo nunca me podría dejar llevar, yo nunca iba a ser La Maga, pero tampoco Oliveira, él se dejaba llevar, el habitaba su cuerpo, yo no podía] acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo [no el Cielo del alma socrática, éste uno de tiza y por lo tanto corpóreo].
Yo ya era hacía mucho tiempo de Sócrates, de Descartes - no es casual que mi mejor monografía, a la que más empeño le puse, haya sido una sobre la separación alma-cuerpo en la filosofía de Descartes -. Me caía mal Freud con su caca y sus tres ensayos de teoría sexual, prefería a Piaget con sus infinitos datos observables para dar cuenta del maravilloso nacimiento de la inteligencia.
No, no hemos vivido así. Ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie [aprender a tocar el cuerpo con la punta del pie o de las palabras]. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire [una incansable fascinación por ver pasar los aviones, ballenas del aire, con sus panzas blancas, tan arriba, tan allá, tan lejos de la tierra], girando alucinada [alucinada] en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada.
Y no lo sabe,
igualita a la golondrina.
No necesita saber como yo.
Yo necesito saber. Yo no puedo ser como la golondrina.
Y como esto es una genealogía, tengo que hablar de unos días en Valparaíso, que es donde una vez nació mi cuerpo, aunque después nunca haya podido cruzar la cordillera.
No, tengo que hablar de otro lugar de Chile, Calama [pero siempre cerca del Pacífico, ése, el más antiguo, el que allá por lo tiempos de la Pangea lo rodeaba todo de azul]. Fue con ese descomunal cuerpo que había venido de Calama que yo empecé a nacer en uno. En el mío. Pero sin arriesgarlo todavía. Sin aportarlo en la merca, ni en el alcohol, sólo en el sexo y en el sudor, interminable sudor.
Valparaíso entonces. Arrastré mi cuerpo de San Pedro de Atacama a Valparaíso con mucho miedo. Miedo en la frontera. Miedo en la casa desconocida y con un farolito amarillo atrás del cementerio en la que dormí. Miedo en Antofagasta en la ruta a la noche haciendo dedo para poder volver del Pacífico. Miedo en Coquimbo, el taxista que dejó su recorrido para llevarme a ver las vistas de los cerros. Miedo que probó que yo tenía un cuerpo. Aunque los filósofos no lo consideren importante y aunque no lo sumerjan en ríos metafísicos. Llegué a Valparaíso y de tanto tener miedo mi cuerpo ya estaba nacido y completo cuando tomé la micro 107 hacia la subida Ecuador. Y ahí estaba un perro francés, un bretón, todo su cuerpo y su pelo de fuego y sus viajes por África y nada de miedo, todo abierto, todos sus agujeros, sus esfínteres, sus ojos azules.
Así habían empezado a andar por un Valparaíso fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche.
Así conocí Éden Éden Éden, el libro censurado de Guyotat, y a Blaise Cendrars, y el canal Saint Martin, en Rennes. Otros lenguajes que aparecían sólo si la carne mía. Y si no, no. Hundir los dedos bien hondo, por debajo de la superficie, la lengua bien hondo, la nariz. Nacer en un cuerpo. Recuerdo abrazar el suyo con todo fervor, en Con Con, al lado de una santa rita que explotaba, al lado del mar, un abrazo que no era de cariño ni de afecto ni de deseo, un abrazo que era tratar de anclarme a ese río metafísico, que era tratar de capturar ese origen y esa condensación del riesgo que nunca más iba a volver a tocar con semejante intensidad.
Tu cuerpo delimita una pequeña intensidad rodeada de nada. Como una isla. En casi ninguna parte estás. Y sin embargo en ese punto se condensaron tantas cosas.
Así decía mi carta.
Cuando eso pasó pude al fin entender qué quiere decir otra francesa, la Yourcenar, cuando escribe:
Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido [no para mí] que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorarme.
O qué quiere decir en Fuegos, cuando escribe:
La muerte, para acabar conmigo, tendrá que contar con mi complicidad
O esto otro:
Un corazón es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de anatomía y al mostrador del carnicero. Yo prefiero tu cuerpo.
O esto:
Leda decía: «Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne»
Pude al fin entender a Mishima en Nieve de primavera [otro que se hizo de un cuerpo y cuando creyó que ya estaba bien lo atravesó con una daga] cuando escribe:
Su voz brotaba con el gozo de otra edad, la de las rebeldías. Edad olvidada por esta generación, edad en la que el temor a la muerte y a la cárcel no contenía a nadie. Edad en la que estar amenazado de ambas cosas era el pan cotidiano. Ella pertenecía a una generación de mujeres que no habían tenido reparos en lavar los platos en el río mientras pasaban flotando los cadáveres.
Sin embargo, esas comprensiones, esos nacimientos, fueron apagándose en esta lluvia omnipresente del pensamiento. Siempre el pensamiento. Sócrates viejo zorro. Más socrática que nietzscheana, atrapada por Parménides aunque me creyera de Heráclito, a mi pesar, no pudiendo pasar del pensamiento a la vida, al puro devenir, eligiendo los filósofos y las personas equivocadas. Así me volvió esta angustia y esta conmoción cuando veo que alguien pone el cuerpo, en la esquina, en una perfo, en una balsa cruzando el mar o el desierto de Sonora, o entrando a un hospital, o gestando un ser humano, o estando simplemente entre las cosas.
Me abruma el pensamiento y sin embargo creo que tengo que seguir pensando.
No sé si existe el afecto, y si existe, no sé si sirve, e incluso tal vez no lo necesites y pienses qué mierda le pasa a ésta. Sólo quiero decirte que te amé y te amo en cada palabra que escribiste, que me encuentro en esos micromundos de tu poesía terrible, que ojalá persistas, que lo único que importa es la belleza, que ya no puedo oler el pasto recién cortado sin pensar en tus palabras".
Arriesgarse.
Yo nunca arriesgué mi cuerpo en nada.
Mi hermano más chico tuvo asma desde que recuerdo. Azul y en pijama, conectado eternamente a un tubo de oxígeno, sus rulos y sus ojos tan negros que ya parecían rojos, sobrepasaban el límite plástico de la máscara de las nebulizaciones. Mi otro hermano, dos tumores en la columna. Operación. Y otra operación. Y muchas resonancias. Mi abuela después de bañarse pidiéndome que le prenda el corpiño. La espalda curva y un gran lunar en alguna parte. En esos mundos donde el cuerpo era demasiado visible - todes deambulábamos en pelotas por la casa -, asumí, de alguna manera, que mi cuerpo no podía enfermar, que no podía habitar lugares con tijeras ni bisturíes ni máscaras de oxígeno. La única noche que pasé en un hospital fue para acompañar a una amiga de mi vieja que se había hecho algo así como una liposucción. Primera escena de intervención corporal voluntaria.
Y ahí desapareció el cuerpo. Me fui de casa y el cuerpo desapareció. Tanto que nunca tuve pudor ni vergüenza de los vecinos ni de mis compañeras de pensión, depto o casa, ni de nadie. Un cuerpo invisible. Tanto como sólo lo puede invisibilizar la filosofía.
Y ahí aparecieron, con los mostris, otros usos del cuerpo. CuerpoPuerco. Posporno. Perfos. Culos. Pajas colectivas en escenarios. Intervenciones. Ablaciones. Exposiciones. Manos y conchas. Y pocas o ninguna pija. Las pijas no son posporno. Son porno. Pero ninguna cosa en mi cuerpo. Sólo atravesando el espacio frente a mis ojos. Una perfecta filósofa contemplativa.
Un día del segundo cuatrimestre - esa segmentación académica de la temporalidad - un profesor leyó en la luz del cuarto piso en la clase de Estética: "La ciencia manipula las cosas y se rehúsa a habitarlas. Saca de ellas sus modelos internos, y operando con esos índices o variables las transformaciones que su definición le permite, no se confronta sino de tarde en tarde con el mundo actual. Ella es, siempre ha sido, ese pensamiento admirablemente activo, ingenioso, desenvuelto, ese prejuicio de tratar a todo ser como 'objeto en general'".
Y en el siguiente apartado, Merleau-Ponty escribe esto, que también ese profesor leyó, recuerdo que me cegaban el calor y el atardecer. Y que yo siempre me sentaba al lado de la ventana y enfocaba un edificio muy blanco, muy soleado, sobre la calle 7, y pensaba en las vidas que trancurrían ahí con semejante sol: "El pintor "aporta su cuerpo", dice Valéry. Y en efecto, no se ve cómo un Espíritu podría pintar".
Esas palabras me dolieron. Yo nunca podría pintar, nunca podría tocar la guitarra, nunca podría cantar. Porque para eso hay que "aportar el cuerpo". Y yo no tenía uno. Yo nunca había tenido verdaderamente uno, uno que pudiera enfermar o tentarme a arriesgar(me). Yo sólo podía hacer ciencia, o filosofía, que es lo mismo pero con diferentes hegemonías.
Una vez, en el campo, mi pierna se quedó enganchada en un alambre de púas. Tiré y tiré. Mi cuerpo se rompió y esa cicatriz que todavía tengo, fue como un trofeo, una coagulación de realidad. La amé en secreto. Porque claro. Yo no tenía un cuerpo. Pero ese cuerpo existía.
Esa búsqueda de cicatrices y golpes y rodillas con sangre. No me gustaba salir y volver sin raspones. Sin barro. Es como el hombre invisible. Sólo tirándole un baldazo de pintura, un baldazo de barro - un balde - se puede ver su cuerpo invisible. Sangrar vale igual.
Después no sangré más. Mis genitales me asignaron una serie de conductas en las que sangrar por las rodillas y los codos ya no era posible. Sólo se podía sangrar en el acto privado de menstruar. Tu cuerpo se hace visible pero sólo para vos. Sólo en un baño. No cuenta eso como "aportar el cuerpo".
Así que no aporté más el cuerpo. Mis afinidades fueron hacia filósofos que se ovidaban del cuerpo o sostenían que les estorbaba para pensar. Mi primera lectura de Platón hace 18 años fue ese pasaje del Fedón, cuando Sócrates trata de calmar a sus amigos, de explicarles que no le importa morir, que morir está bien, porque lo que muere es el cuerpo:
"- ¿Y que hay respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona [el filósofo] los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados elegantes, y los demás embellecimientos del cuerpo, ¿te parece que los tiene en estima, o que los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de ocuparse de ellos?
- A mí me parece que los desprecia - dijo - por lo menos el que es de verdad filósofo.
- Por lo tanto [los "por lo tanto" de Sócrates] ¿no te parece que, por entero, la ocupación de tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está apartado de éste? [...] ¿Es que no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de la vinculación con el cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?"
Eso quería yo que alguien me dijera, que alguien aprobara mi desinterés por el cuerpo, por la ropa, por el pelo. Y Sócrates lo aprobaba.
Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche [yo no, yo nunca me podría dejar llevar, yo nunca iba a ser La Maga, pero tampoco Oliveira, él se dejaba llevar, el habitaba su cuerpo, yo no podía] acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo [no el Cielo del alma socrática, éste uno de tiza y por lo tanto corpóreo].
Yo ya era hacía mucho tiempo de Sócrates, de Descartes - no es casual que mi mejor monografía, a la que más empeño le puse, haya sido una sobre la separación alma-cuerpo en la filosofía de Descartes -. Me caía mal Freud con su caca y sus tres ensayos de teoría sexual, prefería a Piaget con sus infinitos datos observables para dar cuenta del maravilloso nacimiento de la inteligencia.
No, no hemos vivido así. Ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie [aprender a tocar el cuerpo con la punta del pie o de las palabras]. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire [una incansable fascinación por ver pasar los aviones, ballenas del aire, con sus panzas blancas, tan arriba, tan allá, tan lejos de la tierra], girando alucinada [alucinada] en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada.
Y no lo sabe,
igualita a la golondrina.
No necesita saber como yo.
Yo necesito saber. Yo no puedo ser como la golondrina.
Y como esto es una genealogía, tengo que hablar de unos días en Valparaíso, que es donde una vez nació mi cuerpo, aunque después nunca haya podido cruzar la cordillera.
No, tengo que hablar de otro lugar de Chile, Calama [pero siempre cerca del Pacífico, ése, el más antiguo, el que allá por lo tiempos de la Pangea lo rodeaba todo de azul]. Fue con ese descomunal cuerpo que había venido de Calama que yo empecé a nacer en uno. En el mío. Pero sin arriesgarlo todavía. Sin aportarlo en la merca, ni en el alcohol, sólo en el sexo y en el sudor, interminable sudor.
Valparaíso entonces. Arrastré mi cuerpo de San Pedro de Atacama a Valparaíso con mucho miedo. Miedo en la frontera. Miedo en la casa desconocida y con un farolito amarillo atrás del cementerio en la que dormí. Miedo en Antofagasta en la ruta a la noche haciendo dedo para poder volver del Pacífico. Miedo en Coquimbo, el taxista que dejó su recorrido para llevarme a ver las vistas de los cerros. Miedo que probó que yo tenía un cuerpo. Aunque los filósofos no lo consideren importante y aunque no lo sumerjan en ríos metafísicos. Llegué a Valparaíso y de tanto tener miedo mi cuerpo ya estaba nacido y completo cuando tomé la micro 107 hacia la subida Ecuador. Y ahí estaba un perro francés, un bretón, todo su cuerpo y su pelo de fuego y sus viajes por África y nada de miedo, todo abierto, todos sus agujeros, sus esfínteres, sus ojos azules.
Así habían empezado a andar por un Valparaíso fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche.
Así conocí Éden Éden Éden, el libro censurado de Guyotat, y a Blaise Cendrars, y el canal Saint Martin, en Rennes. Otros lenguajes que aparecían sólo si la carne mía. Y si no, no. Hundir los dedos bien hondo, por debajo de la superficie, la lengua bien hondo, la nariz. Nacer en un cuerpo. Recuerdo abrazar el suyo con todo fervor, en Con Con, al lado de una santa rita que explotaba, al lado del mar, un abrazo que no era de cariño ni de afecto ni de deseo, un abrazo que era tratar de anclarme a ese río metafísico, que era tratar de capturar ese origen y esa condensación del riesgo que nunca más iba a volver a tocar con semejante intensidad.
Tu cuerpo delimita una pequeña intensidad rodeada de nada. Como una isla. En casi ninguna parte estás. Y sin embargo en ese punto se condensaron tantas cosas.
Así decía mi carta.
Cuando eso pasó pude al fin entender qué quiere decir otra francesa, la Yourcenar, cuando escribe:
Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido [no para mí] que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorarme.
O qué quiere decir en Fuegos, cuando escribe:
La muerte, para acabar conmigo, tendrá que contar con mi complicidad
O esto otro:
Un corazón es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de anatomía y al mostrador del carnicero. Yo prefiero tu cuerpo.
O esto:
Leda decía: «Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne»
Pude al fin entender a Mishima en Nieve de primavera [otro que se hizo de un cuerpo y cuando creyó que ya estaba bien lo atravesó con una daga] cuando escribe:
Su voz brotaba con el gozo de otra edad, la de las rebeldías. Edad olvidada por esta generación, edad en la que el temor a la muerte y a la cárcel no contenía a nadie. Edad en la que estar amenazado de ambas cosas era el pan cotidiano. Ella pertenecía a una generación de mujeres que no habían tenido reparos en lavar los platos en el río mientras pasaban flotando los cadáveres.
Sin embargo, esas comprensiones, esos nacimientos, fueron apagándose en esta lluvia omnipresente del pensamiento. Siempre el pensamiento. Sócrates viejo zorro. Más socrática que nietzscheana, atrapada por Parménides aunque me creyera de Heráclito, a mi pesar, no pudiendo pasar del pensamiento a la vida, al puro devenir, eligiendo los filósofos y las personas equivocadas. Así me volvió esta angustia y esta conmoción cuando veo que alguien pone el cuerpo, en la esquina, en una perfo, en una balsa cruzando el mar o el desierto de Sonora, o entrando a un hospital, o gestando un ser humano, o estando simplemente entre las cosas.
Me abruma el pensamiento y sin embargo creo que tengo que seguir pensando.
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